lunes, 10 de agosto de 2009

QUE PASÓ DESPUES DE ESTA LIMPIEZA

ARTICULO TECNICO ISO 9001

REQUISITOS GENERALES

La organización debe establecer, documentar, implementar y mantener un sistema de gestión de la calidad y mejorar continuamente su eficacia de acuerdo con los requisitos de esta Norma Internacional.

La organización debe
a) identificar los procesos necesarios para el sistema de gestión de la calidad y su aplicación a través de la organización (véase 1.2),
b) determinar la secuencia e interacción de estos procesos,
c) determinar los criterios y métodos necesarios para asegurarse de que tanto la operación como el control de estos procesos sean eficaces,
d) asegurarse de la disponibilidad de recursos e información necesarios para apoyar la operación y el seguimiento de estos procesos,
e) realizar el seguimiento, la medición y el análisis de estos procesos, e
f) implementar las acciones necesarias para alcanzar los resultados planificados y la mejora continua de estos procesos.
La organización debe gestionar estos procesos de acuerdo con los requisitos de esta Norma Internacional.
En los casos en que la organización opte por contratar externamente cualquier proceso que afecte la conformidad del producto con los requisitos, la organización debe asegurarse de controlar tales procesos. El control sobre dichos procesos contratados externamente debe estar identificado dentro del sistema de gestión de la calidad.

NOTA Los procesos necesarios para el sistema de gestión de la calidad a los que se ha hecho referencia anteriormente deberían incluir los procesos para las actividades de gestión, la provisión de recursos, la realización del producto y las mediciones.
OPINA: ¿Como una empresa puede darle cumplimiento a este requisito?,
A que se refiere la norma con: contratar externamente cualquier proceso que afecte la conformidad del producto con los requisitos, la organización debe asegurarse de controlar tales procesos. De un ejemplo

Comer basura, otra forma del reciclaje


A las 8 de la mañana, cuando los rayos del sol —entrando por los agujeros de las tejas— se hacen insoportables, Armando suele levantarse para volver a sus jornadas en el Mercado de Bazurto.

Prácticamente está viviendo en la calle desde los 12 años de edad. Ahora tiene 21. Él es uno de los recicladores que sobreviven en las entrañas del mercado y en las calles del Barrio Chino, uno de los vecinos pobres que rodean a la central de abastos.

El mismo Armando no sabe en qué momento se convirtió en un habitante de la calle. Lo único que tiene claro es que, para sobrevivir, lo primero que debe hacer es no dormir demasiado para que sus compañeros de infortunio no se le adelanten en la recolección de los desechos que la “Cooperativa de aseadores del Mercado de Bazurto” arroja todos los días en las cajas estacionarias de la empresa Urbaser.

Armando es reciclador, pero los materiales que recoge no son cartones, ni pedazos de madera o metales que acumulan los recicladores comunes y corrientes. Lo suyo es internarse entre los montones de basura para sacar las hortalizas y todo lo comestible que se pueda vender entre ciertos comerciantes del mercado o entre algunas cocineras provenientes de los barrios miserables de Cartagena.



Ya lo conocen los barrenderos de la cooperativa, aunque saben que no es el único que se ocupa de esa tarea penosa. Desde las 8 de la mañana, cuando los escobitas han depositado por lo menos unos diez tanques de la basura que vienen recogiendo en los alrededores del mercado, Armando y sus compañeros empiezan a hurgar para extraer el ají pimentón, la cebolla blanca, el cilantro, el cebollín, el repollo, la lechuga, el aguacate, el zapote, la piña, el plátano maduro y otro montón de comestibles que las colmenas desechan cuando la putrefacción ataca.

En nada se parece la tarea de Armando y sus compañeros a las de los vendedores que toman las hortalizas desechadas de las tractomulas provenientes del interior del país. Mientras estos rescatan, del fondo del saco, la zanahoria en buen estado que el mayorista desechó por tener una mancha insignificante haciéndole sombra, los recicladores se sumergen en las cajas estacionarias, inmunes al hedor de la basura podrida, para recoger las hortalizas en estado de corrupción, quitarle los pedazos agusanados y reunirlos en sacos, cajetas o cajas de plástico que venden entre una clientela, igualmente inescrupulosa, que cocina con ese material y vende comidas en el mismo mercado y en los barrios pobres de la Zona Sur Oriental.
Armando es uno de ellos. Pero se desempeña con tanta tranquilidad y sin apresuramientos, que cualquiera podría creer que el suyo es uno de los oficios más comunes y corrientes del mundo. Con esa misma parsimonia pronuncia las palabras que le sirven para contar la historia de su vida en la calle.



Aunque sucio y sudoroso, procura estar un poco mejor vestido que los compañeros que se internan en las cajas estacionarias con los pies descalzos, sin camisa y con un pantalón corto por toda vestimenta. Son como diez o quince, entre hombres y mujeres, quienes le hacen la competencia.

Pero él ni se inmuta, pues, por alguna designación de la rutina, sabe que de todas maneras al final del día tendrá los siete u ocho mil pesos que le sirven para alimentarse y para comprar los tres cigarrillos de bazuco que consume todas las noches, antes de quedar dormido en el piso de una vieja casona del barrio Martínez Martelo, en donde comparte techo con más de 20 recicladores del mismo perímetro.

Mientras me le acerco, una mujer gorda que porta un delantal oscuro, le entrega una moneda de 500 pesos, a cambio de un mazo de cilantro que acaba de extraer del basural.
“Esa —dice ladeando la cabeza y sin dejar de manipular su mercancía — es una de las que atienden las fonditas malucas esas que tú ves en el segundo piso del mercado o en la avenida del Lago. Con eso hacen cualquier comida. Y eso es lo que comen los carretilleros, los recicladores y todo el que no tenga para comer algo de servicio”.
A sus pies pone una canasta de plástico de color verde, en donde va juntando las lechugas que libró de las hojas podridas y que ya podrían cocinarse, después de una buena lavada con agua limpia.

Mientras aparta los gusanos con las uñas, me dice que “de vez en cuando, entre las canecas viene un pedazo de pollo, de carne de vaca o de cerdo que se dañó en el congelador de alguna colmena, y ya no lo pueden vender. Pero nosotros lo recogemos, le quitamos la parte dañada, que es como de un colorcito verde, y después la vendemos”.

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En la cabeza semi rapada de Armando se ven las huellas de peleas callejeras antiguas, lo mismo que en los brazos y en el rostro. Es moreno, flaco y de estatura regular. Sus ojos apagados parecen mirar únicamente lo necesario; y sus pómulos en relieve brillan pobremente bajo la insistencia del sol húmedo que reina entre una amenaza de lluvia tempranera.
A pesar de sus experiencias con la mala alimentación y el consumo de estupefacientes de baja estofa, parece tener la memoria fresca; o, al menos, sabe rescatar al instante las imágenes más impactantes de su niñez y adolescencia en el barrio Olaya Herrera, sector El Tancón.
“En esa casa éramos cuatro hermanos y mis papás—cuenta—. A uno de mis hermanos lo mató una volqueta en San Onofre. El otro estaba prestando el servicio militar en los Llanos Orientales, y se accidentó viajando en una avioneta. Mi mamá enseguida metió la demanda, y ganó. Pero cuando empezaron a pagarle el muerto, se desapareció de la casa y más nunca la hemos visto. Después, el otro hermano se comprometió con una pelaíta del barrio, y empezamos a tener problemas.

“Yo, para no estar peleando con ellos, me pasaba el día en la calle y regresaba en la noche a dormir. Así me hice amigo de una pandilla que se llama ‘Los tanconeros’. Yo nunca supe por qué, pero esos manes se la pasaban peleando con “Los panelas”, una pandilla de El Líbano.
“Yo, aunque apenas tenía 12 años, los acompañaba en esas peleas y, como los manes me veían que tenía viaje pa’ las que fueran, un día me preguntaron que si era capaz de disparar un changón, y les dije que sí. En la siguiente pelea nos encontramos con ‘Los panelas’ en un callejón; y yo, con mi changón, me sentía más guapo que el hijueputa. Entonces, al primero que se me acercó le disparé. Cuando vieron al man sangrando, todo el mundo salió corriendo.
“Pasaron un poco de días, no sé ni cuántos. Pero yo iba solo por una calle, cuando de pronto se me aparecen dos manes raros y me van zampando el changonazo. Me tiré al suelo haciéndome el muerto, pero la verdad es que me ardía la cabeza, la espalda y el brazo derecho. Esa vaina es como un poco de balines calientes que te caen encima y parece que te estuvieras quemando. Yo no sé cómo no me siguieron dando. El mismo Dios.

“Ahí fue cuando dije que no iba más con esos manes. Pero tampoco podía quedarme en la casa, porque mi hermano y su mujer ya sabían en lo que yo andaba, y les daba miedo que de pronto fueran a joderlos a ellos también. Entonces me vine para el mercado. Aquí también trabaja mi papá. Él es cotero. A veces lo veo descargando camiones. A veces hablamos, y me dice que vaya a visitarlo, que está viviendo solo. Pero a mí no me gusta salir de este pedazo.
“Cuando llegué al mercado, me conocí con unos manes del Barrio Chino, que venden drogas. Un día, tomándonos unos tragos, me dieron a probar una pastillita que le dicen ‘La piola’. ¡Qué vaina hijueputa! Eso te quita el miedo, te sientes capaz de lo que sea. Allí supe que cuando alguien quiere matar a un enemigo, busca a un pelao de la calle, le da una pastillita y una pistola. Y el pelao se mete donde sea y mata al que sea.

“Como dos o tres veces probé ‘La piola’. Pero siempre que la metía, tenía que tomar mucho agua, comer y esconderme en algún rinconcito para matar el viaje, porque podía hacer una locura. Ahora, mejor me compro mis tres papeleticas de bazuco cuando termino de trabajar y me voy a dormir.”

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Cuando termina su relato, Armando tiene un número considerable de bolas de lechuga dispuestas dentro de la canasta de plástico; y calcula que por ese cargamento podrían darle unos dos mil pesos.

Está avanzando la mañana, y los barrenderos siguen vertiendo tanques de basura en las cajas estacionarias. Pero no sólo basuras, sino también un líquido oscuro y nauseabundo que invade con su olor casi todo el espacio en donde funcionan colmenas y cuartos de refrigeración. Le llaman “lixiviado”.

Dicen los barrenderos que el mismo líquido que emana de las basuras es tomado por los laboratoristas de la empresa de aseo Pacaribe para someterlo a un tratamiento del que sale otro líquido al que llaman “ambientador”, para eliminar las bacterias que producen el mal olor que se respira mientras se desarrolla el proceso de limpieza y deposición de desperdicios en las cajas estacionarias.

“Una cosa que no saben los recicladores —advierten los barrenderos—, o no les importa, es que ese líquido, aunque sea ‘ambientador’, es tóxico. O sea, los que están consumiendo los almuerzos que preparan con las hortalizas que sacan de la basura, podrían terminar hasta muertos, no solamente en el mercado sino también en un poco de barrios pobres”.

Algunos dueños de colmenas que laboran cerca de las cajas estacionarias creen que las autoridades de salud deberían hacer algo para detener la inminente emergencia, “pero algunos se la pasan pidiéndole plata a los dueños de las colmenas para no cerrárselas si les ven que incumplen alguna de las normas sanitarias”, dicen con cierto dejo de animadversión.
Cuando son las 10 de la mañana, Armando lleva el pedido de lechugas y regresa a seguir rebuscando entre las cajas estacionarias. Sigue conversando con la voz lenta y bajita que tenía desde el principio, a la vez que va limpiando otra bola de lechugas que los escobitas acaban de arrojar.

Mientras lo hace, un grupo de coteros descansa en el suelo y bajo la sombra de las tractomulas. Desde el seno de ese grupo surge una voz áspera que le aconseja a Armando agredirme:
—¡Zámpale una lechuga por la cara!—le gritan—
—¿Por qué?—pregunta Armando.
—¿No ves que te está tomando fotos?
—Nada. El vale está trabajando.
El reciclador sigue imperturbable en el momento en que me cuenta que, después de la una de la tarde, el rebusque en las estacionarias disminuye, porque ya se han servido los almuerzos en las fondas de mala muerte; además de que las cocineras que habitan en los barrios subnormales no vuelven más al mercado sino hasta el día siguiente.

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A estas alturas, Armando ya tiene casi completos los 8 mil pesos reglamentarios y se dispone a comprar algo de comida para sentirse fuerte antes del ritual alucinógeno de la noche. A veces, después haber almorzado algo, colabora con los diferentes comerciantes cumpliendo ciertos encargos que no todos se atreven a hacer.

Otras veces, cruza hasta la ciénaga de Las Quintas, en el antiguo sector La Islita, y se dedica a conversar con otros recicladores mientras arma sus cigarrillos de bazuco para las siguientes cinco horas. Me dice que en algunas ocasiones, cuando el botín en las estacionarias es bastante significativo, algunos recicladores se pelean la mercancía y hasta se producen heridas a punta de cuchillo o de pedazos de botella.

Para Armando y sus compañeros la lluvia no deja de ser un inconveniente, sobre todo cuando cae en las primeras horas de la mañana, que suelen ser las más productivas de la jornada. Cuando se precipita en la noche, suelen buscar protección en los rincones más innombrados del mercado y del Barrio Chino, hasta que pueden salir y dormir bajo techo seguro.
Para los menos complicados, cualquier piso es una cama; y cualquier plástico, una colcha con la que pretenden protegerse a cabalidad del rigor de los elementos. Sin embargo, y a pesar de sus desavenencias con la vida, Armando todavía conserva algunas esquirlas de la dignidad que le permite proveerse de cartones gruesos que separen su cuerpo de la agresividad del piso, mientras duerme en la vieja casona del barrio Martínez Martelo.
Cuando se acercan las 7 de la noche, se dirige a la guarida en donde le venden las tres papeletas de bazuco. Luego consigue tres cigarrillos baratos, les extrae el tabaco, lo mezcla con el bazuco y prepara el tranquilizante que lo mantiene durmiendo hasta que el sol vuelva a colarse por entre los agujeros del techo.

Hace unos días me informaron que los escobitas debieron llevarlo a la sala de urgencias de una clínica cercana, después de que unas galletas que encontró en las canecas estacionarias le produjeron dolores, diarrea y vómito que amenazaron con matarlo. Su mamá reapareció y lo acompañó hasta que le dieron la de alta.
No lo han vuelto a ver en las estacionarias, pero es posible que regrese pronto a rebuscar la vida dentro de un montón de cosas muertas.

Basuras... playa, brisa y mar




Platos de icopor, algunos con comida, cucharas de plástico, bolsas y vasos, entre otros, hacen parte de los elementos arrojados a las playas del sector turístico de Bocagrande, Castillogrande y El Laguito.

FALTA DE CULTURA
Así se resume lo que le falta a los turistas y cartageneros que van a disfrutar de un día de mar.
Durante las últimas dos semanas varios ciudadanos se han quejado por las cantidades de basuras acumuladas en las playas, en especial en Bocagrande, El Laguito y Castillogrande, lo que afea al sector turístico de Cartagena.
Ante este hecho, El Universal consultó al consorcio de aseo Pacaribe, encargado de la limpieza de estas zonas, y la conclusión a que llegaron sus funcionarios es que ahora la gente está ensuciando mucho más la ciudad.

PLANTEAMIENTOS
“Se deben plantear acciones conjuntas entre las dis-tintas dependencias del Distrito, el comercio y los hoteleros para solucionar este problema que afecta a la ciudad y su parte ambiental”, dice Augusto Vidales, gerente de Pacaribe.
Propuso que se haga un trabajo con los salvavidas para que éstos insten a los carperos a tener limpio su entorno.
“Falta mucha conciencia de limpieza. Los turistas tienen las canecas a pocos pasos y no las utilizan. Durante las jornadas de limpieza encontramos calillas de cigarrillos, latas de cerveza, cartones, entre otros objetos contaminantes”, explica.
Plantea que se conceda autoridad a los salvavidas para que puedan hacer llamados de atención a las personas incultas.
A esta propuesta le sumó que se haga un trabajo con los Vales del Almirante Padilla (programa del Distrito para infundir buenas cos-tumbres y comportamiento en las vías), para que se “tomen” las playas, entreguen bolsas a los turistas y les hablen de cultura ciudadana.
Vidales reconoció que el personal que se dispuso para la limpieza de las playas no es suficiente, por lo que ordenó incrementar el número de operarios, pero enfatizó que sin colaboración de la ciudadanía y los turistas, la tarea es muy difícil.

NO BASURAS A LA BAHÍA
Durante estas vacaciones de mitad de año, el consorcio de aseo Urbaser y la Corporación de Turismo Cartagena de Indias entregarán, en el Muelle Turístico, bolsas a los turistas para que no arrojen la basura al mar o en el Parque Nacional Natural Corales del Rosario, San Bernardo y Barú.
La campaña ecológica se llama ‘Cartagena, tu Casa’, y lo que se pretende es que los turistas hagan manejo de los desperdicios que producen o generan.
“Cartagena es de todos y por eso hay que cuidarla, por ejemplo, cuando uno está en su casa no arroja basura en ella, por el contrario la aseamos, estamos pendientes de que esté limpia y reluciente. Por eso invitamos a propios y extraños a cuidar nuestro Corralito de Piedra y también sus islas”, expresó Luis Ernesto Araújo Rumié, presidente de la Corporación Turismo.

ASI NO SE PUEDE


Así permanece una de las calles principales del barrio El Paraguay, por la actitud irresponsable de algunos vecinos que arrojan las basuras cerca a los canales, ocasionando el taponamiento de los mismos.

Una experiencia de espanto en Cartagena

He visitado Cartagena con la idea de encontrar una típica ciudad caribeña con sabor latino. Lamentablemente, la cantidad de diferentes experiencias que van desde el destrato, pasando por el robo y finalmente hasta por el miedo, nos obligaron a terminar anticipadamente nuestras vacaciones y salir poco menos que huyendo de ese lugar.

Juro que no exagero en nada de lo que relato.

Nos hospedamos en el hotel Cartagena Real, frente a la playa, en Bocagrande, que dice que es un 3 estrellas. Nada más lejos!

Ni hablar que la mayoría de las habitaciones no tienen agua caliente, y solo con la queja enérgica logramos que nos cambien a una que sí tiene un calentador pequeñito que alcanza para ducharse con un hilo de agua tibia.

Lo más horrible fue escuchar durante toda la noche un ruido proveniente del entretecho, que terminó siendo una simpática rata que asomaba su cabeza por el agujero que había hecho.
La gerencia del hotel se limitó a decirnos que Cartagena está lleno de ratas y que si no nos gustaba nos podíamos ir... agregando otra serie de insultos y destratos.

Nada de cambiarnos de habitación ni mucho menos compensar para nada las molestias... qué va!
Por el contrario, al regresar nos encontramos conque nos habían desaparecido varios objetos (cámara de fotos, gafas de sol y otras cosas menores). Ante la queja, nadie se hizo responsable porque el hotel cuenta con caja de seguridad... (claro, nada más normal que dejar tu cámara o tus gafas en la caja... qué estupido que fui!)

Pasando del hotel, siguen las cuentas:

Al salir y llegar a la playa, tienes el acoso de una docena de vendedores que te ofrecen y casi te obligan sin dejarte respirar, toda clase de collares, relojes falsificados, igual que gafas, cigarrillos, cigarros, ropa, masajes, trenzas para el pelo, comida, frutas, etc...
Claro que esto hace que no puedas pasar ni un minuto tranquilo, y salgas desesperado jurando no volver a pisar esa playa.

Ese es otro capítulo: la arena es oscura y llena de suciedad y desperdicios que deja la gente. El mar, exactamente lo mismo: te metes esquivando bolsas de plástico, latas y hasta preservativos. Un asco.

Saliendo fuera de Bocagrande, hay playas mejores, pero nada que ver con la idea de arena blanca y mar azul transparente que uno piensa. Eso existe, pero lejos, bien en las Islas del Rosario o Playa Blanca (lo más bonito).

En la Ciudad Vieja, siendo guiados por alguien de allí, puedes evitar que te roben o que te engañen.

La suciedad en el piso, la miseria en todas partes, los olores de los desperdicios exacerbados por el calor, contrastan con algunos restaurantes de excelente nivel y algunos comercios interesantes.

Ni hablar de lo que es Cartagena propiamente dicha, no a la parte turística, adonde ver niños desnudos y descalzos corriendo con perros muertos de hambre, las personas en su máxima expresión de miseria, muchos borrachos tirados en la calle pidiendo dinero para comer a los que transitan y la gente botando la basura en el medio de la calle, te hace pensar que estás en una escena del Dante y hacen que no te den ganas de volver por allí.

Si por casualidad te toca cambiar dinero extranjero, prepárate para recibir un 20 o un 25% menos de lo que corresponde.

Todo lo que te venden es susceptible a pedir rebajas en el precio. Si eres hábil, terminas consiguendo lo que quieres por la mitad, poco más o menos.

Lamentablemente, hemos vivido todo el tiempo con temor e inseguridad en casi todos los lugares, especialmente de noche, pese a que hay bastante policía y vigilancia.

Vale la pena visitar la Plaza Santo Domingo por la noche, tomar o comer alguna cosa (algo más caro que en otros lugares) y ver a los grupos que cantan en las mesas o al mimo (excelente) o si tienes suerte, a los grupos que danzan cosas típicas de la Costa Colombiana.

Imperdibles los fresquísimos jugos de frutas hechos al momento y algunas tiendas con ropas y artesanías típicas. También resulta interesante ver llegar los barquitos cargados de pesca. Como una excursión casi obligada, vale la pena ir a conocer las Islas del Rosario y bucear a pulmón en los arrecifes de coral.

En resumen, a mi modesto entender, por lo que vas a gastar en Cartagena, puedes encontrar infinidad de otros lugares que te ofrecerán mejores playas (por lejos), mejores y muchos más seguros lugares para visitar sin pasar temores.

Si debo calificar por puntos: 2 sobre 10. Lo siento mucho porque mis expectativas terminaron como mis vacaciones: anticipadamente 10 días.

Consejo: olvídate de Cartagena de Indias si buscas descanso, diversión o seguridad. Yo, por lo menos, tengo suficiente.